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M. San Miguel: Función paterna: cambios en el modelo de masculinidad


Maite San Miguel

La función paterna: cambios en el modelo de masculinidad y necesidades psicológicas en la infancia-adolescencia (1)

 
Introducción

El título de esta conferencia lo encabeza la expresión “función paterna” y no el vocablo “padre” o “paternidad”. El motivo es que estas últimas palabras se encuentran más asociadas a padre biológico. Función-paterna, sin embargo, nos permite librarnos, en alguna medida, de ese lazo biológico, des-naturalizar lo que consideramos una función simbólica, ligada  a la cultura y, por tanto, no necesariamente encadenada a un sexo o a una capacidad biológica (la reproductiva). Por otra parte, función paterna nos convoca más las necesidades del infante, así como las capacidades o atributos que necesita una persona para cumplir con dicha función y, por tanto, que pueden -o no- estar presentes.

Ahora bien, el hecho de considerar la función paterna como una función no-biológica (aun cuando en muchas ocasiones se nos aparece ligada a la paternidad biológica) nos plantea otra cuestión y es la de si hay algo esencial en dicha función, una propiedad inalterable de ella; o si la función paterna hemos de situarla en un contexto histórico. Esto ha preocupado a la sociología y a la antropología que han estudiado modelos de paternidad o características específicas en distintas culturas. También contamos con los trabajos críticos de teoría feminista sobre el patriarcado, en los cuales queda ligada la primacía social de lo masculino a un poder ejercido en muchos ámbitos y que en la familia tomaría los caracteres del denominado pater familias.

Otros trabajos críticos con nuestra herencia cultural y con esa consideración de que la paternidad tiene algo de intemporal van a llamar nuestra atención acerca de que todo aquello que en la historia aparece como eterno es el producto de un trabajo de eternización que incumbe a una serie de instituciones interconectadas como son la familia, la iglesia, el estado y la escuela. La cita es de Pierre Bourdieu, un pensador francés recientemente fallecido (2002) que ha hecho incursiones en la etnografía, la sociología, la historia y el psicoanálisis para estudiar las diversas formas en que se recrean y se trasmiten las relaciones (desiguales) entre los géneros.

A este respecto resulta básico aludir a los denominados “estudios sobre el género” que desde distintas disciplinas han cuestionado los modelos vigentes de masculinidad y feminidad y esto en varios sentidos. En primer lugar para mostrar la falacia que encierra la suposición de que tales contenidos (aquello que consideramos propio de los hombres y de las mujeres) son derivados de características corporales o consecuencia de pertenecer a uno u otro sexo. Esta operación tiene una larga tradición, que incluso ha afectado a las ciencias. La medicina, por ejemplo, ha sostenido que las características anatómicas o funcionales del sexo femenino explicaban un cierto destino maternal e incluso características psicológicas de las mujeres (Laqueur, 1994). 

Los trabajos sobre el género también han llamado nuestra atención sobre el hecho de que lo que se adjudica a uno u otro sexo sigue una lógica “binaria”. Esto es, se supone una división entre los géneros de características y funciones complementarias y, por lo mismo, excluyentes. Este “binarismo” de género trae aparejado una profunda división de funciones sociales, psicológicas e incluso de rasgos de la personalidad que puede llevar a los sujetos a tener conflictos en la representación de sí-mismo. Estudiosos de diversas disciplinas colocan esta oposición (masculino/femenino) en el conjunto de oposiciones (arriba/abajo; alto/bajo; ) con los que nuestro pensamiento y lenguaje ordenan el universo. Pero este juego de oposiciones no es neutral, pues todas ellas están atravesadas por otra oposición: superior/inferior. Pareciera que cuanto más oposición encierren dos categorías, más entran en este círculo de más o menos, superior o inferior.  

He querido con estas líneas mostrar que la categoría “padre” o “paternidad” no es algo simple y dado por la naturaleza. Es importante también subrayar que, en el tema que hoy nos ocupa, no es lo mismo reflexionar sobre “el padre” como si de un arquetipo, mito o carácter atemporal se tratara; que considerar, más bien, que aquello que entendemos y hemos experimentado como hijos-as ( como madres y padres también) remite a una serie de modelos cuya profunda inscripción en nuestro pensamiento y en nuestra experiencia emocional no los convierte en eternos, atemporales ni inmodificables; pero sí nos empuja a sentirlos como si así fueran. 

Ahora bien, cambios que se han producido en la realidad social de las últimas décadas nos permiten percibir que algo se mueve en los roles tradicionales de la paternidad. También nos vemos confrontados con una especial ruptura entre la paternidad biológica y la que podríamos denominar simbólica (psico social). Las técnicas de reproducción asistidas, la extensión en nuestra mundo occidental de las adopción de niños muy alejados de nuestras latitudes, de nuestras características físicas;  el aumento de las familias llamadas monoparentales,…Todos estos fenómenos llaman nuestra atención sobre varios temas: sobre una suerte de dislocación entre la maternidad-paternidad de orden biológico y la función-madre/padre; también sobre la des-naturalización de muchas tareas de la crianza infantil, tradicionalmente consideradas de naturaleza masculinas o femeninas y que empiezan a ser ejercidas por madres y padres indistintamente. Para terminar, proyectos muy debatidos en nuestros días sobre la adopción de niños-as por parte de parejas gays o lesbianas cuestionan -o al menos obligan a plantearse preguntas- a las teorías psicológicas, así como a nuestros modelos y creencias más hondamente arraigadas.

Obviamente no traigo repuestas para todos los interrogantes que tenemos planteados como profesionales, también como padres o madres, pero sí elementos para una reflexión que aspira a ser compartida al final de esta presentación. 

 

I.  La función paterna en la teoría psicoanalítica

Antes de adentrarme en el campo específico de mi actividad profesional (psicóloga, de orientación psicoanalítica), quizás sea importante explicitar un poco más algunos conceptos generales a los que he aludido, ya que en el  campo teórico de cualquier disciplina es imprescindible distinguir (Bleichmar, 1999) entre lo que son “paradigmas abarcativos“ (esquemas de pensamiento desde los cuales se captan los conocimientos de un dominio particular) y el conjunto formado por el corpus teórico y, en el caso del psicoanálisis, por las observaciones de la situación analítica acumuladas a lo largo de su historia.

De manera que no se puede confundir, según nuestro entender, el conocimiento específico de un campo del saber, que no cabe duda que deriva de lo que se trabaje dentro de los límites y en los bordes de ese campo, con el hecho que los conocimientos siempre son captados por grandes esquemas del pensamiento, los cuales reaparecen en los campos particulares.

En nuestro caso, y puesto que vamos a tratar sobre la paternidad, se hace necesario puntualizar que consideramos que si bien el psicoanálisis es una teoría sobre la construcción de la subjetividad (la transformación en estructuras psíquicas de lo que en el origen son relaciones afectivas) dicha subjetividad no es una mera captación de un mundo circundante (como si se tratara de objetos concretos), sino de representaciones simbólicas sobre todo aquello que afecta a los seres humanos, sean estas sus relaciones, aspiraciones, creencias o formas de organizarse. En otras palabras, al recién nacido le pre-existe un mundo simbólico cargado de contenidos sobre qué se espera de él o de ella, si es nene o nena, cómo se expresará en el amor, concebirá la sexualidad. De manera que si vamos a tener en cuenta los sistemas simbólicos, que van a ser subjetivizados, es importante adoptar una posición no esencialista sobre la paternidad, lo cual implica entender los mitos y las funciones históricamente atribuidas al padre como construcciones simbólicas y no como fundamento o naturaleza biológica. A este respecto, maternidad y paternidad han cargado con este particular lazo que crean los sistemas simbólicos con lo natural (o lo divino) a la hora de enmascarar sus auténticos orígenes (origen social y productor de desigualdades). Pero esta carga simbólica también afecta a cualquier teoría que se haya interrogado o haya investigado sobre estas áreas.

Como psicoanalista, pues, me incumbe la pregunta acerca de las formas en que las “formaciones mito-simbólicas” (Laplanche, 1998) atraviesan nuestras propias teorías (psicológicas), las cuales pueden contribuir a sostener puntos ciegos o justificar un estado de la cuestión (social) injusto o con efectos negativos.

En este sentido, un concepto que ha permitido la revisión de la teoría psicoanalítica clásica sobre el sexo y la sexualidad, que desvela el origen simbólico de una serie de atribuciones que en la teoría nos aparecen como biológicas y que arroja una luz particularmente intensa sobre esta ligazón (implantada pero a la vez constituyente) entre cuerpo e identidad o entre sexo biológico y función materna, ése es el concepto de género.

El concepto de género resulta fundamental a la hora de interrogarnos sobre la figura paterna ya que dicha figura tiene, entre otros atributos, el de representar la masculinidad, así como adjudicar (al igual que la madre) un sexo-género al recién nacido; adscripción que inicia toda una construcción de la identidad a través del lenguaje, actitudes, expectativas, deseos y fantasías diferentes para cada género y tendentes a hacerlos complementarios. En palabras de Money: 

“los padres aguardan durante nueve meses hasta ver si la madre da luz a un niño o a una niña. Se sienten tan incapaces de influir sobre lo que la naturaleza ordena que jamás se les ocurre esto: sencillamente están esperando también la primera señal sobre cómo deben comportarse con el recién nacido. No obstante, en cuanto perciben la forma de los genitales externos ello pone en marcha una cadena de comunicación... Esta comunicación pone, a su vez, en movimiento una cadena de respuestas sexualmente dimorfas, …que será trasmitida de persona en persona para abarcar a todas aquellas con las que el individuo se encuentre (…) (Money, 1982, p.30).

Quien así habla es un psiquiatra, investigador sobre las consecuencias en el comportamiento y la identidad sexual de patologías de orden biológico. En 1955, tomando el término gender del lenguaje, importó la expresión rol de género e identidad de género a los estudios sobre la sexología. Como bien nos dice el autor, el sexo está determinado por varios factores (genéticos, gonadales, hormonales) pero estas múltiples variables no daban cuenta de cambios en la asignación de sexo a partir de errores o accidentes quirúrgicos (Money, Ehrhardt, 1982)

Podría decirse entonces que la mayor parte de lo que consideramos “propio” de nuestro sexo, o del otro, es una construcción de origen social e implantado desde temprano en nuestro psiquismo a través de los vínculos con las personas significativas en nuestro desarrollo, pero (y esto es importante) nosotros no lo experimentamos como un papel que representamos sino como nuestra identidad.

El otro gran esquema para pensar la función paterna es el concepto de  intersubjetividad. El concepto de intersubjetividad hace referencia a ese espacio que crea la relación entre las personas, espacio de afectos y atribuciones mutuas que no puede explicarse ni reducirse a las características de cada sujeto tomado en forma aislada: de manera que hay un modelamiento mutuo a través del contacto, que alberga tanto las posibilidades de repetir pasadas experiencias como de transformar estas. Sin poder extenderme en este concepto, sí me parece importante tenerlo en cuenta al menos en dos cuestiones: porque es interesante pensar la función paterna en relación con las necesidades de la infancia y la adolescencia (o incluimos también el período adulto?); en segundo lugar, porque las funciones paternas se ejercen en el interior de un vínculo, el cual crea un espacio con posiciones diferentes (padre-hijo) y es esta composición, este vínculo, el que va a interiorizarse, de manera que se puede reproducir en momentos de nuestra vida muy distantes de aquel en el que se fundó. Es esto lo que explicaría que algunos rasgos, actitudes o comportamientos se despliegan en nuestro quehacer materno o paterno y sin embargo no aparezcan igual en otros vínculos. La infancia de un hijo, o de un niño a nuestro cargo, reedita, pues, no sólo algo de nuestra propia infancia, sino también de las figuras que cuidaron de nosotros, de la interpretación que se dio a nuestro llanto, lo que hicieron frente a nuestro miedo, lo que impactó en los otros nuestra rabieta y cómo reaccionaron a ella …Todo esto también forma parte de nosotros.

Para terminar, un esquema básico que va a estar presente en mi acercamiento al tema de la paternidad es el llamado paradigma de la complejidad, paradigma con el que Bleichmar (1997) revisa el corpus teórico del psicoanálisis para mostrar la necesidad de considerar tanto que las motivaciones psíquicas son plurales y articuladas, como que el funcionamiento del aparato psíquico es “modular” y sometido a conflictos y transformaciones. De manera que ya no puede considerarse que una sola motivación (la sexual) sea central, sino habría que hablar de una serie de motivaciones cada una de las cuales va a ser mejor o peor satisfecha, pero que también pueden entrar en conflicto entre ellas.    

 

1-  Revisión crítica del rol paterno

Como se ha señalado en el apartado anterior, la diferencia-complementariedad que se asigna a los sexos, se ha convertido en complementariedad entre los géneros y, de manera congruente, en los roles de uno y otro. Uno de dichos roles serían el paternidad-maternidad, de manera que los contenidos de dicha paternidad o maternidad van a tender a ser congruentes con el resto de las atribuciones genéricas. Así, las tareas de la crianza ligadas a lo doméstico (alimentar, mantenimiento de la temperatura, cuidado de la salud, cercanía emocional, enseñanza de los hábitos higiénicos, del arreglo personal y un largo etcétera) van a quedar dentro de la esfera de lo maternal y la ruptura de lo doméstico y la entrada en el espacio público (proveer de recursos para la subsistencia, ser modelo de metas profesionales, enseñanza o introducción en un oficio, punto de referencia para los hijos e hijas de otro mundo con sus normas y leyes diferentes a lo doméstico), todas estas funciones han sido  consideradas como paternales.

Las tareas ligadas a la protección frente a peligros van a quedar también repartidas, pero los atributos de fortaleza y legitimidad para emplear tanto la violencia frente a posibles ataques a la prole, como otros recursos si los hijos se ven amenazados por algo exterior a lo doméstico, van a considerarse más propias de la paternidad.

¿Pueden las características biológicas de hombre y mujeres dar un fundamento a esta división, que en nuestros días está atemperada pero conserva su vigencia?. Pensamos que no, que esta división de papeles maternales-paternales se sitúa en total continuidad de una división entre los géneros y que dicho reparto de tareas no sólo es excluyente y complementario, sino desigual y encubridor de los efectos que tal desigualdad produce, tanto en términos de sufrimiento como, en ocasiones, de patología psíquica.    

Si se desconoce este marco social, su carga simbólica y, por lo tanto estructurante de la subjetividad, las teorías psicológicas van a tender a hacerse eco de los esquemas imperantes y, en consecuencia, a contribuir a su legitimación y reproducción. Quisiera ejemplificarlo, aunque sea someramente, en la teoría freudiana y pos-freudiana pues dicha teoría es sostenida hoy por muchos psicoanalistas.

Freud, al igual que sus contemporáneos y teorías imperantes en su época, va a dar por sentado que el rol maternal depende de la función reproductora de la mujer y,  en su lenguaje, va a hacer depender la auto-conservación del recién nacido de los cuidados de la madre. Freud subrayó mucho la inmadurez del recién nacido hasta el punto de teorizar un estado de desamparo –en alemán hilflosigkeit (Laplanche, Pontalis, 1981, p. 94)- presente en todo niño y que impide a los pequeños la satisfacción de sus necesidades. Esta indefensión primaria volvería a la mamá, a los ojos del bebé, alguien omnipotente. En cualquier caso, la novedad que la teoría freudiana aporta es que la madre, en estos cuidados fundamentales para la preservación de la vida del pequeño ser humano, va introduciendo caricias y gestos que serán el comienzo de un movimiento de deseo, de manera que nuestro psiquismo ya no va a dirigirse sólo hacia la satisfacción de necesidades de orden auto-conservativo, sino a la búsqueda de placeres corporales inscritos en el cuerpo a medida que el niño o la niña van creciendo.

En otras palabras, podríamos decir que estamos en el origen de la sexualidad infantil, sexualidad que para Freud va a ser radicalmente distinta al sexo de los adultos (porque toma como fuente de placer el cuerpo en su totalidad sin que  tenga por foco los genitales, ni tiene como finalidad el acto sexual; porque la falta de maduración impide acceder al orgasmo, así como tener un fin reprodutivo).

Supongo que resulta claro que al colocar a la madre en el origen de esta implantación de la sexualidad, y subrayar su gran poder frente a la criatura a la que cuida, se reproduce esa dinámica de todos bien conocida que es la idealización-denigración de la figura materna, presente en toda una tradición cultural que enfrenta madres y madrastras, madres y brujas. La madre se  convierte así (y no depende de las intenciones de los teóricos) en el psicoanálisis en una figura siempre sospechosa de todos los males: posible madre perversa, casi siempre inductora de que niños o niñas queden atrapados en una relación simbiótica o la responsable de traumatismos en la vida psíquica de los hijos.

¿Han hecho y hacen daño algunas madres a sus hijos? Por supuesto que sí. Ahora bien, el gran manto de culpa y condena que la teoría así formulada arroja sobre la maternidad oculta, a nuestro entender, un hecho fundamental, y este hecho es el de la inmensa soledad de tantas madres frente a una responsabilidad no siempre compartida por unos padres ausentes; oculta, también que el hecho de ser mujer, y fértil, no necesariamente provee a la madre de recursos para ayudar a crecer a un niño. De manera que habrá que preguntarse cuáles son las condiciones psíquicas de la madre y en quién puede, o no, apoyarse; oculta, en fin, que mientras la feminidad se construya básicamente en torno a ideales maternales, habrá riesgo de hundimiento psíquico para la madre cuando sus funciones sean menos necesarias e importantes y también se mantendrá la tendencia de las  madres a aferrarse a un lazo (con los hijos) ya que es esta posición la única que tiene el privilegio de hacerles sentirse valiosas, tanto subjetiva como socialmente hablando.   

¿Cuál va a ser el papel asignado al padre y sus posibles efectos negativos?. En primer lugar, la figura paterna queda aligerada de responsabilidad pues su entrada en la escena de la evolución de los hijos es tardía (aquí vuelven a solaparse teoría y práctica social), de forma que no suele adjudicarse a la figura paterna aquellas funciones consideradas primarias en la constitución del aparato psíquico.  

Básicamente, el padre sería el que saca al infante de la relación diádica con la madre y lo ubica en la situación triangular. Dado que para Freud (1924) esta triangulación es el origen de la introducción de la ley del incesto, del establecimiento de una ley exterior al individuo y que organiza los intercambios sexuales y la reproducción, la teoría se desliza a darle al padre el poder de implantar la norma social y la moral. Este lugar de lo paterno como representación de la ley, casi como opuesto a una relación mediada por el afecto, lleva a Freud y a otros psicoanalistas (Lacan, 1970) a propugnar que es el padre quien instaura la moral o quien introduce un orden simbólico en las relaciones padre-madre-hijo.   

Por último, tendríamos el padre como modelo de identificación para el hijo varón, necesario como modelo masculino pues la primitiva e intensa relación del niño con la madre podría inclinarle hacia la identificación con lo femenino y, consecuentemente, hacia una orientación del deseo homosexual.

En realidad, hoy sabemos bien que las configuraciones psíquicas que se encontrarían en el origen de la homosexualidad masculina son múltiples y no todos ellos responden a este modelo de fuerte ligazón con la madre y feminización del chico. Pero el problema más importante de la teoría freudiana es que al hacer bascular la masculinidad sobre lo edípico, se confunden las problemáticas propias de la identidad (de género) con las dinámicas propias de la sexualidad (Freud, 1923).

Es evidente que en los sucesivos pasos del niño y la niña hacia al autonomía ambos enfrentarán que mamá no sólo le quiere a él; y que papá no sólo le quiere a ella. También que las ganas del niño varón de ser grande y estar con mamá como papá está con ella, no es posible con la mamá sino con otra mujer cuando efectivamente él sea grande. Podríamos decir: tampoco las aspiraciones de la niña de que papá la quiera y la trate como a su mamá, tampoco eso va ser realizable; será posible cuando crezca, y pueda estar con un hombre y tener niños con él.

Esta podría ser, en palabras sencillas y desde el punto de vista infantil esa problemática que el psicoanálisis ha denominado complejo de Edipo. Desde la obra de Freud, se ha sostenido que el varón se encuentra con el padre después de una prolongada relación con la madre, relación privilegiada (Freud, 1933, 124) que vendría a romperse cuando el niño capta que el padre es una amenaza a ese deseo de unión total con la madre. 

Puede  entenderse que en esta problemática están implicados aspectos narcisistas (ser único, o no, para el otro), así como también se pone en juego el deseo hetero (u homo) sexual, junto con la inscripción de la prohibición de tener relaciones sexuales entre padres e hijas y entre madres e hijos. Ahora bien, esta prohibición la sostienen (en el mejor de los casos) la figura paterna y la materna; no sólo frente a los hijos, sino que su propia relación y contacto con ellos lleva la marca de este límite. Sin embrago, en la teoría psicoanalítica clásica se hace descansar sobre el padre esta función. Curioso resulta que siendo el padre el portavoz de esta ley, hayan sido los padres los trasgresores principales, que ostenten la triste mayoría en cuanto a protagonizar los abusos sexuales infligidos sobre todo a las hijas. 

El lugar del padre abusador no ha tenido mucho eco (y menos denuncia) en una gran parte del caudal de los trabajos sobre teoría y clínica psicoanalítica hasta hace pocos años. Y esto pese a que la confidencialidad del encuadre psicoanalítico ha puesto a muchos psicoanalistas en un lugar privilegiado ya que han sido depositarios de confidencias de pacientes sobre los abusos sufridos en la infancia y/ o adolescencia. También puede resultar paradójico que alguien que escuchó por primera vez a una paciente quejarse de abusos sexuales, le dio crédito y elevó a categoría de teoría los efectos psicológicos de dicho abuso, haya terminado por renegar de sus propias observaciones al exclamar: “ya no creo a mi neurótica” (Masson, 1994).

Podríamos decir en su descarga que el universo que se abre ante Freud está formado de retazos de recuerdos y contradicciones en el relato, de auto-inculpación de la víctima. Esto, que hoy conocemos mejor (la complejidad de la reacción psíquica del niño o la niña que han sufrido abusos por parte de figuras parentales), llevó a Freud a considerar que las víctimas eran también “inductoras” del abuso sufrido. Pero no es menos cierto que la comprensión del psiquismo como lugar de producción de fantasías y deseos  propicia el encubrimiento de los terribles problemas que los abusos sexuales producen en niños y niñas.

Además, pensamos que hay dos mitos que colaboran en este oscurecimiento de los daños que algunos padres pueden producir: el mito de que la sexualidad masculina es ingobernable y el mito de la mujer provocadora. Freud se hace eco de esta representación dominante de la mujer en cuanto objeto sexual, aunque siempre terminó sus peroratas sobre la sexualidad femenina mostrando su ignorancia o reconociendo que seguía habiendo muchas cosas oscuras en la feminidad. Algunas mujeres psicoanalistas siguieron la estela del maestro al considerar que la feminidad se levantaba sobre la envidia al genital masculino; otras se hicieron eco de la insatisfacción de Freud sobres sus propios planteamientos y buscaron otras respuestas. Siguiendo a alguna de ellas (como K. Horney), Dio Bleichmar (1997) nos propone una revisión sobre el papel del padre en la implantación de determinados contenidos sexuales en el psiquismo de la hija. Se trataría de darle un lugar al padre, pero no sólo en sus características más individuales sino como portavoz de un universo simbólico en el que el cuerpo de la mujer carga con un nivel de sexualización que no es equiparable al cuerpo de los varones.

El psicoanálisis clásico ha entendido los rasgos de coquetería, del deseo de atraer presente en las chicas y en las mujeres como deseos propios del sexo femenino (Freud habla de encanto femenino) o como forma de velar (en el sentido de cubrir) utilizando el vestido y el adorno, una especie de inferioridad sexual al no tener los atributos sexuales de los varones.

Sin negar que algunas nenas pueden mostrar deseos de tener “colita” como el hermanito u otros niños varones, no parece que este deseo, pasajero en la mayoría de los casos, vaya a explicar el lugar de lo femenino en la sexualidad, y ese carácter de “objeto” tan presente en nuestro mundo.

Como bien ha mostrado la psicoanalista norteamericana J. Benjamin (1996), la antinomia sujeto/objeto crea la premisa fundamental de las relaciones de dominio y sumisión, y algo importante tiene que suceder en nuestras primeras experiencias para que en las representaciones más generalizadas de hombres y mujeres el sexo masculino aparezca como depositario de ser “sujeto” de deseo, y el sexo femenino encarnando “ser objeto” de deseo. No queremos decir que esto responda a la experiencia en el campo de los deseos sexuales de los  hombres y las mujeres, pero sí que nos pre-existe un modelo para esta oposición sujeto-objeto que hace recaer el primer término sobre lo masculino y el segundo sobre lo femenino.

Muchos procesos coadyuvan en la implantación psíquica de esta oposición sujeto/objeto, pero nos vamos a fijar en uno de ellos que atañe al papel que puede tener el padre en la transmisión de esta simbólica según la cual el cuerpo femenino es siempre fuente del deseo y de ese mito, tan difundido, de “la mujer provocadora”.

 
Los contenidos sexuales de la función paterna

Emilce Dio realiza en su obra (La sexualidad femenina, 1997) una revisión crítica sobre cómo ha sido comprendida la sexualidad de la niña y la mujer por parte de la teoría psicoanalítica.

La autora, tomando como base testimonios de pacientes, pero también una cierta de-construcción del mito de la mujer provocadora, nos muestra los efectos que sobre la subjetividad de la niña tiene la mirada del padre. Mirada que hace caer sobre el cuerpo de la niña un significado de potencial erógeno (cuando sea mayor). La niña capta que hay algo en su cuerpo con contenido sexual, pero que no corresponde a algo que ella sienta, sino a algo que ella provoca en el otro. Esta capacidad de conmover puede ser codificada como valor propio, pero también como peligro frente a lo que desencadena en el otro. Pero sobre todo, este significado que la niña ha de apropiarse (sea para rebelarse, esconderse o actuarlo) ; insisto, este significado que ha de hacer propio tiene dos características muy particulares: en primer lugar que la niña ha de volver activo lo que en el origen es pasivo (es provocadora sin haber provocado). En segundo lugar, aquello que provoca al otro no es nada relativo a su deseo ni a un acto intencional, sino que responde a la posesión de un atributo (el cuerpo) que para el otro es el disparador del deseo.

Me parece que es básico comprender este nudo que se produce en la implantación de los mensajes sexuales dirigidos a la niña porque está en el origen de tantos desencuentros e incomprensiones entre hombres y mujeres. También- como bien subraya la autora- este proceso puede dar cuenta de esa paradoja que han enfrentado tantas teorías al intentar explicar cómo era posible que la mujer en tanto símbolo sexual haya gozado tan poco de la sexualidad (Dio Bleichmar,1997, p. 261).

Ahora bien, este proceso que estamos describiendo no corresponde al padre perverso, sino al padre que mira a la hija (podríamos decir) con los contenidos simbólicos con los que, en su experiencia como hombre, los hombres miran a las mujeres. Este es un ejemplo vívido de cómo la transmisión-reproducción de contenidos mito-simbólicos se produce no sólo al margen de la conciencia, sino con un sentimiento de que “las cosas son así”.

Otra reflexión que puede hacerse en este punto es que en el caso de padres más ausentes y despegados de los cuidados básicos en la infancia de los hijos, estos contenidos “sexualizantes” llegan sin envoltura, por así decirlo. A diferencia de las caricias y mimos de las figuras maternales que producen placer pero envuelto en ternura y cuidados; la mirada de un padre distante porta mensajes de índole sexual, sin que medien otros contenidos.        

(En la actualidad deberíamos contar con la presencia abrumadora de los medios audiovisuales en su papel de  transmisores y amplificadores de estos contenidos sexuales)

En la pubertad se refuerzan los contenidos de género, tanto sobre los varones como sobre las chicas, por parte de los adultos de su mundo. Ahora bien, en el caso de los varones, la irrupción de la sexualidad tiene posibilidad de cursar en parte en secreto mientras procesa sus temores y ansiedades; también su ambivalencia entre deseos infantiles de cercanía a la madre y los impulsos a alejarse física y emocionalmente de ella. En el caso de la púber reaparece esa falta de espacio y privacidad, ya que además de los nuevos deseos sexuales ha de atender a lo que su imagen produce en los otros; sin excluir el riesgo de sufrir violencia de orden sexual.

Muchos padres multiplican la presión sobre las hijas con mensajes acerca de “cómo son los chicos” y lo que “siempre buscan”; mensajes que, curiosamente, tornarían poco fiable al propio padre.    

En ocasiones, he escuchado a pacientes adolescentes preguntarse qué les pasa a sus padres que se enferman sólo con pensar que salen con un chico. En otras, los padres se distancian tanto de la hija adolescente que ésta fantasea con la idea de que su padre, desde que se ha hecho mayor, ya no la quiere.     

Con respecto a los hijos varones, el padre y la cercanía, o alejamiento, que impone en su vínculo con el hijo representa un modelo para las relaciones entre varones, así como un modelo de paternidad. Algunos autores interpretan en clave de homofobia esta dificultad para el contacto corporal y la cercanía emocional entre varones. Estamos de nuevo en presencia de formatos de masculinidad trasmitidos a través de las relaciones que escinden lo masculino y lo femenino, de manera que si lo afectivo (maternal) cae del lado de la feminidad, lo masculino ha de oponerse a ello. No olvidemos que el binarismo de género pretende anclarse en la existencia de dos sexos, distintos y antagónicos. De manera que actitudes psicológicas consideradas femeninas van a representar para el varón el riesgo de ser tildado de “nenita” o “mariquita”, que son insultos intercambiables, pues de acuerdo al esquema heterosexual, todo homosexual varón es femenino al entenderse que ocupa la posición de la mujer en la relación.

Este tema es amplio, si interesa podemos retomar alguna cuestión al final. Quisiera proseguir con algunas cuestiones referidas a la maculinidad/feminidad, ya que, como estamos viendo, las formas de ejercer la paternidad se encuentran incardinadas en modelos que podemos denominar “de género”.

 

2. El concepto de género en psicoanálisis

Podría decirse que es de la mano de los trabajos de Stoller (1968), como el concepto de género entra en la teoría psicoanalítica como concepto polémico e incluso denostado (Laplanche, 1980). Stoller (1968) es el autor que importa el concepto de género a la teoría psicoanalítica y quien acuña la expresión “núcleo de la identidad de género” para dar cuenta de una primera identidad (masculina o femenina) que cursa antes del descubrimiento, por parte del niño y la niña, de las diferencias entre los sexos. De manera que cuando los niños acceden a una cierta captación de cómo son los sexos, ya lo hacen desde una cierta posición de género. Esto hace que se establezca un cierto lazo entre los ideales previos de género y los nuevos contenidos sexuales.

Niños y niñas han de ensamblar ser nene o nena con tener colita o rajita, con poder, o no, tener pecho o bebés de mayores. Ahora bien, se puede comprender las múltiples articulaciones que pueden operarse en el psiquismo, en la representación de sí-mismo entre ese sentimiento de ser (masculino o femenino) y el de tener (un sexo u otro). Sabemos que desde nuestro nacimiento se propicia esta conjunción género-sexo que empujaría a las personas con trastornos en la identidad de género (transexualismo) a recurrir a tratamientos farmacológicos y quirúrgicos para lograr ese ajuste entre identidad (de género) y sexo anatómico.

No voy a extenderme en esta cuestión que toca a la clínica, tan sólo pretendía señalar que la asunción del propio sexo se produce sobre la base de un cierto sentimiento de ser nene o nena, pero que la representación del sexo masculino y el femenino, así como los contenidos de lo que hacen uno y otro sexo, tiene sus particularidades.

El genio freudiano reunió una serie de fantasías infantiles que representan los  intentos, por parte de niños y niñas, de hacerse una idea de eso que es el “sexo”. La única matización que habría que hacer a los descubrimientos de Freud es que el origen de estas fantasías (que el autor colocó en la prehistoria de la humanidad, o en el funcionamiento corporal) se encuentra en mitos y símbolos de origen social que se transmiten a los niños y las niñas.

Pues bien, una de esas fantasías se refiere al coito, a la relación sexual que generalmente llega a los niños a través de los padres, de indicios (ruidos, risas) en el tiempo de Freud, porque hoy los medios audiovisuales dan acceso universal al sexo en directo. Bueno, pues el punto sobre el que quería poner el acento es que tanto los niños como las niñas imaginan que en ese encuentro sexual se da una cierta violencia que siempre toma la forma de “papá pega o hace daño a mamá”.

La pregunta que surge es cuáles son los motivos de esta universal captación de la relación sexual como un acto de violencia de un hombre sobre una mujer.

Varios, a nuestro entender serían los temas implicados.

Volviendo entonces a nuestro tema sobre los orígenes de esta relación entre figura masculina-sexo y violencia, varias consideraciones. En primer lugar, y más a los ojos de un niño pequeño, el poder y la fuerza son atributos de la figura paterna, no sólo por el rol de autoridad del padre en la familia, sino porque hay una serie de figuras simbólicas sobre el sexo de los varones que cargan a este de violencia

(Supongo que se os ocurren expresiones e imágenes de esto que digo: la equiparación entre arma y pene en erección, la fuerza radicando en los testículos, etc)

En segundo lugar, las representaciones sociales sobre el acto sexual como acto de dominio son muy amplias desde la propia denominación (follar, significa hollar, aplastar, pisotear) hasta los actos extremos (violación).    

En tercer lugar, encontramos también una cierta relación entre la representación de lo incontrolable del deseo sexual masculino (la erección) y la impresión de incontrolable de la agresividad masculina.

De manera que todo un universo simbólico impone la marca del poder y la violencia (desigual) al encuentro entre los sexos. Pero hay un elemento que también me parece importante y que estaría presente en cómo se tiñe esta fantasía infantil. Me refiero a que la relación del padre con la hija o el hijo va a ser un elemento importante a introducir en el guión. En este sentido, esa figura tradicional de padre ausente, poco cercano en lo cotidiano del niño y la niña, mensajero de un mundo desconocido (y por tanto temido para el esquema de la primera infancia) puede cargar con ese conjunto de representaciones en las cuales el placer, o la excitación carecen de ternura y cercanía. Cuando lo que el niño y la niña observan del papá (en la manera que papá me trata, o papá trata a mamá) es a alguien adusto, distante (o sólo cercano si hay excitación) ¿cuál creemos que puede ser el guión para esa escena en la cama de papá y mamá?

Una última reflexión es que sabemos que nuestros sentimientos se captan, no tanto a nivel de la conciencia (la corteza cerebral) sino a nivel de una serie de centros cerebrales (amígdala, sistema límbico). Los trabajos sobre neurociencia nos permiten hoy hablar de un procesamiento emocional que puede conectarse, o no, con la corteza cerebral. De manera que hay autores (Pally, Bucci) que distinguen entre un tipo de procesamiento simbólico y un tipo de procesamiento sub-simbólico. Algunos de estos trabajos (y otros sobre la memoria) darían fundamento científico a ese funcionamiento inconsciente que Freud creyó capital (en importancia y extensión).

Pues bien, lo que me parece importante de ese conjunto de señales “afectivas” que pueden, o no, ser conscientes es que muestran estados psicológicos a partir de determinados estímulos (reacción de los adultos ante un desnudo, una prenda de vestir, o un gesto corporal de intimidación) y que tales afectos son captados por niños y niñas, sin que necesariamente medien las palabras.

De manera que nuestras reacciones emocionales (que acompañan a nuestras creencias) impactan en los otros, son tan reales, en un cierto sentido, como algunos actos.

En suma, podríamos decir que la mirada del padre sobre la hija fija contenidos de género y no sólo de orden sexual. Si bien hay una identificación de la niña con los ideales femeninos de la madre (incluyendo el conflicto con éstos), también el vínculo con la figura paterna implica la asunción de determinados ideales, más o menos congruentes con los que provienen del lazo con la figura materna. Es evidente que todos los seres humanos tenemos representaciones de género masculino y femenino, así como de las metas o aspiraciones que se consideran deseables para una niña o un niño. De manera que la figura paterna trasmite un formato de feminidad para la hija, al igual que la madre tiene un formato de masculinidad para el hijo varón. De hecho, puede pensarse que es esta implantación de deseos e ideales de orden narcisista lo que mueve a la nena o al nene a desear convertirse en esa o ese que quieren papá o mamá.

Por otra parte, si se da una fuerte oposición entre figura materna y figura paterna, el niño varón tendrá serias dificultades para identificarse con el “cuidado de los otros”, ya que la única figura de referencia para esos cuidados ha sido una figura femenina; de manera que en su proceso de “masculinización” podrá retener el deseo de “ser cuidado” por otra (interiorización de una posición que él ha tenido dentro de una relación madre-hijo), pero el deseo de “cuidar” implicaría para él colocarse en la posición “femenina”, ya que carece de referente de estos cuidados llevados a cabo por el padre o la figura paterna. 

 

II.  Necesidades psicológicas en la constitución del psiquismo

Hasta aquí hemos tomado en consideración el papel de las figuras parentales en cuanto estas asignan un sexo-género al recién nacido, lo que inicia un largo proceso en la asunción de esa identidad por parte del niño o la niña, identidad que será modelada en el interior de numerosos vínculos que mantendrá a lo largo de la vida, pero donde las primeras relaciones, con los padres o las figuras significativas, tienen un papel primordial.  

Ahora bien, esta construcción se levanta a lo  largo de un proceso evolutivo donde podemos distinguir una serie de necesidades de orden biológico y psicológico. Habría varios esquemas posibles para agrupar estas necesidades, pero me voy a centrar en un modelo complejo de necesidades-deseos (así lo denomina su autor, Hugo Bleichmar, 1997) que incluirían las necesidades de la  autoconservación, del apego, la regulación emocional, la sensualidad-sexualidad y el narcisismo.

Hablamos de necesidades-deseos porque las necesidades en los seres  humanos se re-inscriben como deseos, ya que son satisfechas desde el origen por una persona que presta su ritmo, su forma e incluso el contenido a la hora de atender a dichas necesidades. Esto podemos verlo desde las necesidades más cercanas a lo instintivo como el comer (no comemos cualquier cosa, ni en la misma cantidad, ni con el mismo placer, ni aguantamos igual la espera) hasta otras necesidades más elaboradas como sería la búsqueda de reconocimiento por parte de los otros (que no tendrá la misma intensidad entre una persona u otra).  

En cuanto a la auto-conservación, no es difícil comprender el papel de los padres en cuanto a señalar lo que es amenazante para los niños así como las formas de defenderse de los peligros. También que la forma en que se alimenta o se protege del frío van a ser los elementos con los que los niños construirán su propio sistema de motivación.

El autor mencionado propone entender la autoconservación en relación dinámica con la hetero-conservación, ya que como vemos cuidado del otro y cuidado de sí-mismo surgen en íntima conexión. O sea que en los seres humanos no sólo se encuentra una cierta tendencia a la autoconservación, sino también a la preservación de la vida del otro. Entre ambas, se da un interjuego que hace que en cada persona prevalezca una u otra, pero que también  podríamos pensar en relación con los roles maternales y paternales, ya que el modelo de cuidado del otro prevalece en la figura materna.

Algunas de las funciones que tradicionalmente han cubierto las figuras maternas exceden con mucho lo autoconservativo y resultan esenciales para la constitución del psiquismo. De la mano de los estudios sobre el apego (la necesidad de apego de la cría humana fue teorizada por Bowlby (1969), un psicoanalista inglés que recibió poco respaldo (Marrone, 2001) del psicoanálisis de su época); decíamos entonces que los trabajos (algunos experimentales) sobre el apego han puesto de manifiesto los efectos que tienen sobre los niños las separaciones de las figuras parentales, y cómo hay una tendencia innata a buscar protección a través del contacto físico cuando nos sentimos en peligro. La respuesta a estas necesidades puede ser más o menos satisfactoria, y esto va generando un esquema interno de relación, que marcará en la vida ya de adulto lo que resulta esperable, o no, del contacto con el otro. El apego se encuentra también en la base de nuestro deseo (también de nuestro rechazo) a la intimidad.

Los bebés y los niños pequeños carecen de cauce para sus estados emocionales, que aparecen como desbordantes. Los adultos que cuidan del niño necesitan captar estos estados emocionales y las necesidades del bebé aún antes de que éste tenga recursos para formularlas. Pero además de captar lo que asusta o aturde a los pequeños, el adulto necesitaría ser capaz de transformar ese sufrimiento o ese exceso de tensión en algo placentero o tolerable para el niño.

En este punto, quiero llamar la atención acerca de que esta función de modular las emociones genera un “estado” en los niños, estado que se constituye en  una pieza fundamental para las primeras representaciones sobre sí-mismo. De manera que no es igual tener una experiencia somática y mental (no se pueden separar los planos) de relativa estabilidad, con índices tolerables de frustración, fatiga o ansiedad; que quedar expuesto a dosis altas de ansiedad, de miedo, desesperación o, incluso de desesperanza (cuando se abandona la expectativa de ser atendido, los niños pequeños dejan de llorar y reclamar).

Sin irnos entonces a casos extremos, lo que me importa subrayar es la relación que hay entre la vivencia de una general satisfacción y disponibilidad de los otros para atender al pequeño y la imagen que esto va a ir creando acerca de   quién es él, y su importancia, ya que, cuando se vaya construyendo una imagen cada vez más integrada de sí-mismo, lo recibido de los otros tenderá a considerarlo como propio y formando parte de sus derechos. Por lo tanto, hay una estrecha relación entre la regulación emocional y el sentimiento de que es uno mismo el que lleva las riendas.     

Unido a este proceso de regulación emocional y sus consecuencias sobre la  constitución de la representación de sí-mismo, nos encontramos con otra función psíquica fundamental, que primero ha de ser cumplida por las figuras parentales para que luego pueda interiorizarse. Nos referimos a lo que distintos autores ha llamado “mentalización” (Fonagy) o función reflexiva.

Básicamente, esta función capacita al niño para formarse una idea sobre las creencias, sentimientos, actitudes, deseos, etc, de los otros (Fonagy, 2004, p.175). Esto es lo que permite dar un significado a la conducta de los otros y, también muy importante, permite que las reacciones y actos de los demás nos resulten predecibles. Para terminar, esta función psíquica nos permite activar la actitud que consideramos más adecuada para los distintos contextos interpersonales. Pues bien, esta capacidad se adquiere a través del contacto emocional y depende para que se establezca de una relación de apego seguro, esto es, de una renovada experiencia de que hay alguien que capta lo que me pasa; me ayuda y, al ir siendo mayor me va a permitir explorar y dar significado a lo que él o ella sienten.

Por último, este vínculo afectivo que responde a los estados emocionales de los niños por parte de sus cuidadores, nos conectan con ese otro gran espacio de las necesidades infantiles y adolescentes, que es el narcisismo. Cuando hablamos de adultos, denominamos narcisismo al grado de satisfacción que una persona tiene consigo mismo. Pero este sentimiento es el efecto de toda una historia donde la experiencia con el otro resulta fundamental. Ya en esos primeros vínculos, la respuesta al llanto, el corresponder, o no, a la sonrisa o a una manita que quiere alcanzar un objeto, quedan como inscripciones de la capacidad del niño para ser eficaz, de su poder de influir sobre el otro.

La imagen que tenemos de nosotros mismos, imagen que podríamos descomponer, pues no nos sentimos igual de valiosos y capaces cuando colgamos un cuadro, asistimos a una fiesta, conducimos un coche, o damos una conferencia. Decimos entonces que tenemos un conjunto de representaciones acerca de nosotros mismos y que este  conjunto,  unido a nuestras ambiciones o metas en la vida y a los recursos con que contamos para alcanzar esas metas, forman una especie de sedimento no exento de oscilaciones entre un cierto grado de satisfacción o insatisfacción con nosotros mismos.

Pues bien, son los padres o figuras significativas las que van a “identificar” al niño o la niña como “alguien”, aun antes de que él o ella lo sean. De la misma manera que van a señalar ideales con los que los hijos se identificarán, mucho antes de que puedan hacerlos más o menos realidad; ideales que empujarán al niño y luego al adolescente y al adulto y que transformarán sueños en proyectos y proyectos en construcciones, siempre en relación con lo que quisimos ser, nunca totalmente alcanzable.

Pero este proceso de identificación de los niños y niñas con ideales parentales es un largo proceso que no se da adecuadamente si los adultos no se entusiasman, alientan, consuelan, ponen límites y, sobre todo sostienen, que ese niño y esa niña seguirá siendo querido o querida, importante y valioso aunque no llegue a lo alto de esa escala en la que todos medimos ésta o aquella cualidad. Además, y esto es importante en la adolescencia, los padres precisarían ser capaces de hacer su propio balance vital (siempre incluye números rojos) al tiempo que siguen alentando a ese o a esa que vienen arrasando, con toda la fuerza, la juventud o la belleza que nosotros, como padres, un día tuvimos.      

Sabemos, por otra parte, que es delicado y de doble dirección este vínculo que implica identificación entre adulto y niño, porque puede propiciar tanto la sumisión como la capacidad de respeto hacia uno mismo. Como bien ha señalado Benjamín, será un cierto grado de reconocimiento recíproco lo que haga inclinar la balanza en un sentido o en otro.      

Para terminar tendríamos las necesidades deseos de orden sensual-sexual. Como sabemos, Freud teorizó un sistema sensual-sexual que abarca desde el erotismo de la piel en su conjunto hasta el placer localizado en las llamadas zonas erógenas (oral, anal, uretral y genital). Este es un sistema donde imperaría la búsqueda del placer como principio rector, aunque en la misma obra de Freud ya se presenta el principio del placer limitado por la autoconservación.

El cuerpo del recién nacido tiene una capacidad para el placer, pero van a ser los otros los que inscriban las modalidades prevalentes, los ritmos, la capacidad de renuncia o aplazamiento. La capacidad del goce sensual depende de la estimulación del adulto significativo para el niño o la niña. El arrullo, la caricia, el sabor que impacta nuestro paladar, el movimiento de una danza o el juego del sol a través de una cortina, cualquiera de estas percepciones pueden ser referentes para placeres repetidos o inicio de una búsqueda que no sabemos hasta dónde llevará al bebé.  

En cuanto a la sexualidad, sabemos que Freud la pensó en dos tiempos y este esquema creo que es rico para seguir trabajando este tema. Decimos dos tiempos, porque los placeres que activamos en el cuerpo de los niños no van a tener el mismo significado antes, que después del desarrollo que inicia la pubertad. La madurez sexual, con su cota de excitación y capacidad para el orgasmo impone una especie de exigencia a nuestro psiquismo: cómo hacer con una sexualidad que arrastra hacia sí muchos elementos de intimidad y cercanía vividos en el ámbito familiar y, al mismo tiempo, es precisamente con ellos, los más cercanos, con los que no puede haber sexo. 

Por otra parte, la maduración sexual abre otra perspectiva completamente distinta a determinados gestos o deseos de los otros. Es esto lo que explicaría que en algunos casos de abusos sufridos en la infancia, no sea hasta la pubertad cuando puede haber una “comprensión” por parte del chico o de la chica, con la angustia y el sentimiento de culpa correspondiente, pues se contemplan a sí-mismos consintiendo, o sin considerar que la codificación de “sexual” es diferente en la infancia y en la pubertad.  

En este esquema de diferentes necesidades-deseos conformando nuestro psiquismo, es posible pensar articulaciones entre el sistema sexual y otro sistema de motivación como sería el sistema narcisista, ya que la búsqueda de notoriedad puede ser la que activa un deseo sexual y, no tanto el placer de órgano. El mismo Freud (1914) nos habla de la sobrestima (en el sentido de sobrevaloración) que recae sobre la persona que se constituye en  objeto sexual y todos hemos experimentado cómo la admiración por alguien se trueca en fantasías o franca atracción sexual hacia quien sentimos superior. Atributos como la belleza, la inteligencia o el poder económico pueden despertar deseo sexual, de la misma manera que tendemos a idealizar o admirar a aquellos o aquellas que han despertado nuestro deseo.      

 

III. Algunas reflexiones finales   

No sé si se ha reparado en el hecho de que en esta última parte (la más centrada en las necesidades de la infancia) me he referido indistintamente a “figuras parentales”, “personas significativas” en la vida del bebé o los niños; e incluso he hablado de “adultos” sin especificar.

El motivo no es que me haya olvidado del tema de la conferencia de hoy (la función paterna) sino que me parece interesante que confrontemos la amplitud de esas necesidades básicas del recién nacido, la amplia gama de capacidades que se han de movilizar en los que cuidan de él para ayudarle a crecer; que confrontemos, digo, esta descomunal tarea con el papel atribuido tradicionalmente a la figura paterna. En un primer vistazo, parece que hay una cierta desproporción que quizás empiece a equilibrase con esos padres actuales que protagonizan otra forma de ser “papá”.

Algunos relatos y teorías siguen camuflando la ausencia paterna en todo ese conjunto de cuidados necesarios para sostener la vida infantil, tanto en lo relativo a la supervivencia biológica como al contacto y protección imprescindibles para un desarrollo psíquico saludable. Calmar, alentar, tranquilizar, acunar, la lista sería interminable. Qué duda cabe que hay un  padre ausente  que ha sido también el dominante en nuestra historia (historia de nuestra cultura, historia personal, para mi generación), pero es importante señalar los efectos negativos que esta ausencia ha tenido y tiene en niños y niñas; por no hablar de las madres.

Resulta tan inmensa la tarea de convertir a un recién nacido en niño o niña, en sujeto de sus deseos con capacidad para encauzar y limitar estos, en persona con aspiraciones altruistas y ambiciones personales,…Tenemos la impresión de que desgasta tanto cuidar, calmar la angustia, entonar los afectos, curar las heridas, adormecer y animar, ayudar con los deberes y enseñar a lavarse, a vestirse, …la lista es tan interminable que no parece que sobren manos, ni miradas, ni capacidad para escuchar, para soñar, para entusiasmarse.      

Una de las pioneras en la propuesta de una crianza compartida es Nancy Chorodow (1978). Creo que sobran los motivos para unir otras voces a la suya.

En primer lugar, porque como mujer, madre y psicoanalista interesada en la salud mental y en las condiciones para la constitución del psiquismo, puedo dar fe de que las necesidades y tareas de una buena crianza son complejas, difíciles y abarcan mucho de nuestro tiempo y de nuestra energía. De manera que es mejor ser dos que una.

En segundo lugar, resulta injusto hacer recaer sobre las madres una parte primordial de los primeros vínculos porque ejercer como madre (igual que como padre) no viene asegurado por la biología y, en consecuencia, ese “exceso” de responsabilidad condena a aquellas que no tienen recursos psicológicos  suficientes para cumplir esa función. Y, lo que es más grave, los posibles fallos de la figura materna deja a hijos o hijas sin otra figura que pueda responder a sus necesidades psicológicas.

Estos son los retos para una nueva y más amplia función paterna.

 

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[1] Conferencia dada en el curso “Salud y género”. Zaragoza, 2005.


Maite San Miguel es Psicóloga, psicoterapeuta. Experiencia profesional: en Planificación Familiar, durante diez años y Promotora y coordinadora de Escuela de Padres. Actualmente, trabajo clínico, psicoterapeuta. Marco teórico: perspectiva psicoanalítica de la escuela de Hugo Bleichmar y Emilce Bleichmar. Tesis doctoral sobre Psicoanálisis y Género.


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M. San Miguel: Función paterna - Primera parte

M. San Miguel: Función paterna - Segunda parte

 

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